martes, 19 de febrero de 2008

Maneras de mirar

Hay una forma de abrir los ojos y mirar, donde nada sucede y nadie se asoma, donde las cosas son cosas y la gente son ellos. Pero aquí no, en esta parte de mi cuarto todo tiene un nombre y el orden de los sumandos sí altera el producto. Maldita capacidad de nominalizar una huella, la noción inexacta de sus manos apartadas, el sudor frío de un llanto apagado, mientras afuera, siempre afuera, todos bullen en la continuidad del tiempo que ella impone. Maldito domingo que irónicamente es de carnaval, sí, aunque este sol penetre los sinsentidos de mi ventana pero no de mi noche, así se escalde mi patio en el hervidero de luz que ofrece esta tarde. Demasiado temprano para mi gusto, a esta hora no bajan bien las penas, lo que sí baja en cambio es la producción efectiva de endorfinas, baja también alguna canción triste en una descarga vertiginosa, oportuna, y sobretodo, bajan infinitamente las ganas de correr en busca de alguien, de algo. En el peor de los casos, me permitiré buscar y no encontrar, dejaré que el azar de una ruta inválida me lleve lejos, fuera de rango, más allá de un teléfono público y de una avenida.

Ha quedado en mi cuerpo, únicamente, la sentencia de un derrame perpetuo, una noción de vacío como un vaso apurado, con dos hielos al fondo, derritiendo sus formas y mezclándose, ya tibios, con el gris informe de mi hoguera. Estas manos que otros días tensaban cada extremo de las noches, repitiendo en cada tecla ese tic-tac-tic-tac enfermizo de sus verbos, ocupando una a una sus maneras más extrañas, la morbidez de su manicure y sus etcéteras; dejaron ya de funcionar correctamente, concentradas en preparar el terreno para un aniquilamiento eficaz de todo vestigio. Mano, según la RAE, “parte del cuerpo humano unida a la extremidad del antebrazo y que comprende desde la muñeca inclusive hasta la punta de los dedos”. Nada de eso. Simplemente artífice, consorte y terminal de la imaginación, el delirio, la venganza.

Aquí en estas manos, en este cuerpo sí hay afueras, calles que camino sin tomar nada, sin llevarme nada de nadie, dejando de lado la acera, la calzada principal de todos mis fracasos, recorriendo más espacio en más tiempo y en más combis, sentado de lado de la ventana (prefiero ese lado; los pasillos me hacen llorar), allí donde todo está afuera, mientras mi pena y yo nos movilizamos a una velocidad inconstante, voraz. Y todos vienen hacía mí, todo y todos en la contingencia del caos urbano, en la soledad de miradas que deslizan sus trazos y sus muecas por sobre mis hombros. Esas voces, los escombros de sus sonrisas, siempre tomarán algo de mí. Y no me opongo. Nada está más perdido que la estúpida costumbre de esperar.

Febrero. Todo está mal, patas arriba. Cada rincón de mi carne y cada telaraña del rincón reclaman una huída, un viaje al fin de la noche. Puede ser que algún día de estos lo haga, es decir, dejar de lado la conformidad de una almohada, el laberíntico patio de mis miedos. Mis pasos al fin responderán y me seguirán, y la levedad de lo escrito será noche, polvo, ceniza.