viernes, 5 de setiembre de 2008

Consejos para colorear

Vacaciones que remiten a viejos pares de zapatillas, a libros espiralados y canciones que olvidé como quien deja atrás una certeza. Por estos días todo sabe a polvo, a desgracia, y la calle tiene poco o nada de ajeno, y la ropa húmeda por la lluvia de ayer tiene la especie de marca que dejan esas cosas que pasan y no se detienen. En algún punto alguien voltea y me dice que faltan ganas, que tenemos mucho de más, que nuestra condición de esclavos nos hace revolcarnos en las formas de carencia más surreales, mientras los demás avanzan a ritmo de estaciones de moda en frecuencia modulada, mientras permanecemos ocultos entre los cambios de hora, en los minutos que separan el antes y el después. En algún punto, a la tercera timbrada, alguien voltea y nos habla de lo inútil de esta marcha, porque sólo sabemos doblar esquinas, desandar promesas, también por los cantos que jamás nos dieron tregua y esa vida con música de fondo. Seres de límites, resignados al espacio demarcado, locamente territoriales, con la necesidad constante de bordes para colorear y no salirnos de la raya; dame una crayola y seré feliz, pero feliz feliz como esos niños de comercial de Huggies, desnudo y feliz, o como esos globos que suben hasta allá arriba y mira si ya no están, y que seguro tocaron alguna estrella y reventaron, o bien que Dios y los otros tienen la culpa, Dios y esos envidiosos con alas que sintieron celos del ser ovoide más dulce y feliz que pudieran haber visto fuera de sus estúpidos rostros, angélicamente humanoides.

Mi humanidad en cambio está restringida a comer y dormir, a celebrar cumpleaños, a colgarme de una mochila para no caer. Ante tanta incomodidad de lo conocido, de lo propio, frente a tanta o tan poca carne y tanto hueso que quizás no me ponga a la mala pero que de maldad conocen tanto —o tan poco—: el otro lado de las cosas, la otra mitad de esas mitades que tanto me costaban, que casi nadie quería. A excepción de unos cuantos, puede que nadie sane, es cierto, pero lo desconocido me late desde otras partes, palpita en otro hemisferio, vibra y suena en otras calles, en caras de monedas y de gentes, en la vida que perdí o en la llamada que terminó luego de diez segundos en silencio. Es que del otro lado siempre dilatamos un vacío, el incesante vaho de una ausencia. Así son las cosas cuando se quiere caer, terriblemente cercanas. Y porque cuando se quiere caer sólo se cae, si no con qué explicar este fondo, este vértigo de saberme más cerca de nada y nadie. Acaso un horizonte reflejará tantas formas de posibles desencuentros y conexiones de alta velocidad. Haciendo cola para sacar ticket, me vuelvo y nadie más tras de cualquier rincón. Sólo una lágrima delineando fronteras. Quiero bordes para poder colorear, también para caer. Y manos, muchas manos para poder desconfiar.