sábado, 25 de setiembre de 2010

Estados de ánimo peligrosos

Siempre dependo de las casualidades para darme cuenta de que son como una extensión de lo que olvidamos, digamos otro brazo que nos ayuda a manotear cuando el naufragio es inevitable y cualquier dirección nos lleva al fondo. En buena cuenta, las inventamos como quien dobla una servilleta y de repente una flor o esas cosas que extrañamos con cautelas y demás. Eso de los azares, las casualidades, los imponderables y toda la mierda que le cargamos al gato negro (otros dirán espejos, pero yo con esos tipos no me juego) es simplemente la espalda de nuestras culpas, las cuerdas que nos esperan para colgarnos como quien juega hangman, letra por letra. Las casualidades nos llevaron a estos puntos muertos, a las inyecciones de adrenalina justo en medio de la noche o de la nada; hacernos los cojudos y resbalar por los lados no nos salva de la mancha, del temblor que las rodillas nos provocan. Nada nos salva de estos estados de ánimo peligrosos. Las casualidades te las cobran por correspondencia y el cartero nunca lo sabe. El invierno, en cambio, lo sabe muy bien.

Hacer un deslinde es necesario en este punto: las casualidades y las tristezas jamás se mezclan. Pueden culpar a la causalidad si quieren, o al destino o lo que quieran, igual ya dije que las casualidades son pura mierda. Ahora, no sé bien como definir estos estados de ánimo peligrosos, aquellos que nos incitan a tomar un verbo o un vaso (para el caso es lo mismo) y verterlo en otro agujero y dejarlo atado en no sé cuántas páginas (digo páginas por no decir sábanas o árboles) que se nos vuelan del portafolio. A veces, en esos trances, se me pierden los pensamientos, y creo firmemente que se quedan atorados en las mangas de tu chompa o tal vez ensayan sus propios (y muy particulares) quid pro quo. Es como cuando llenabas tu diario en esas pequeñas horas que nos dedicábamos, y volvías una vez más para repasar lo que dije o lo que callaste, la envoltura que se cae entre tus piernas. No era demasiado tarde aún para el juego de los labios. Y las sonrisas eran de papel crepé, amplias y con dibujitos. Pero se congelaron en muecas y, hoy por hoy, se me extraviaron todas. De cualquier modo, sonreír es harto más difícil que llorar. Eso aún lo hago bien. Borges escribió en un poema que estar triste es un goce, una vana costumbre. Puede ser, pero yo no soy Borges (eso sí, el poema es bellísimo). Entonces decir que lo estoy disfrutando sería mentir, aun cuando ya no sé con cuáles verdades me rijo. Por ahora, me juego la vida en una carrera al trabajo y con tardanza, una mañana en bicicleta rumbo a la North Main y la música lamiendo mi sudor. Ya lo dije antes, la vida debería tener música de fondo.