domingo, 30 de enero de 2011

En Colán la vida es más sabrosa


Pudimos caminar por horas y siempre fue lo mismo, el cielo que se multiplicaba, el balneario con sus colores de alquiler en el portal de la noche, los vendedores de muecas y helados, todo lo que sobraba. Era año nuevo, ¿quién carajo diría algo? No importaba nada, éramos inmunes al mar con sus benditas prórrogas que nos dejaban postergados al final de las líneas de gentes y deseos, con el celular sin batería y todas las mil cojudeces que se vendrían después. No recuerdo mucho pero de eso se trataba: la mejor postal del viaje fue la inconciencia. El caos del absurdo, la estupidez, el vicio y la cocaína, el pisco y sus atavíos que nos desplazaron sin escalas ni sobresaltos hacia el 2005. Limeños y borrachos, hicimos lo que quisimos en ese paraíso de voluntades arrebatadas. Empacamos nuestra pobreza y comimos de lo mejor, con los mejores; sin ser demasiados fuimos eternos, trepando de dos en dos los peldaños del delirio y la clandestinidad. Circunstancias guiadas por la garantía de falsos corazones en botellas de plástico, el desencuentro de juventudes y vidas que paseaban sus banderas frente a nosotros, los mismos gatos de identidades perfectas, falsas, brumosas. Muchachos, todo fue vertiginoso y nadie supo hablar bien de las pieles o los destinos cruzados a mitad del viaje, en ese instante donde aprendimos que la arena no deja manchas en la vergüenza y la desilusión es una manera de sonreír. Supimos que todo regreso era incierto porque el tiempo en ese entonces perdía sus fronteras con lo humano, con eso de rancio que tiene la urbe.

Realidades perversas que imagino ahora bajo el nombre de sospechas, historias para no dormir y embriagarme más de la cuenta. A fin de cuentas, es bastante improbable haber frecuentado un abismo tan “terriblemente bello”, donde la costumbre más primaria era juntar las manos, los labios, los sexos. Y es que a estas horas de la tarde la improbabilidad es acaso lo más parecido al optimismo.

viernes, 28 de enero de 2011

En el cruce de la Farmington Ave y la North Quaker Lane había un bus stop…


Esperaba el bus y fumaba un cigarrillo mientras el frío ocupaba con rapidez el lugar donde antes estaba mi piel. Suele ocurrirme. En realidad, ya no opongo ningún tipo de resistencia. Solía patear la nieve, saltar, cantar y gritar como un latino en West Hartford, maldecir mi puta suerte, renegar de mi pacto con el destiempo. Pero hoy fue distinto, solo fumé y al frío, pues, lo dejé hacer lo suyo. Será que me cansé de esperar a que el azar me lance un jackpot y al carajo con la mala racha.

Y es que a veces aún creo ―manía terriblemente idiota― que merezco algo más, que el fracaso no lo es todo en esa esquina donde siempre espero el autobús. Otra vez ese verbo. Mejor lo escribo porque si lo digo no me lo compro. Inmediatamente se descompone y pierde sentido, como esas palabras que a veces me repito dieciocho, veintitrés, 44 veces hasta hacerlas retroceder a la nada. Yo espero, tú esperas, nosotros esperamos… ¿de veras?

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Sigo esperando, sentado frente a esta tecla, en esta última sílaba, espero un sonido raro al borde de la laptop, una ventana de auxilio, algún emoticón estúpido que pueda anexar a mis máscaras. Espero la llamada de mis patas, el correo de mañana, la sonrisa de Alaska. Espero que se agoten los días y que la nieve se escurra de mi chaqueta, que mi gata no se aburra, que la universidad me espere con todas sus mentiras y su olor a bolsa de papel. Espero, en fin, seguir con esto hasta que aparezca el bus, ese autobús de mierda, y me lleve a algún lugar donde el verbo esperar esté baneado.

jueves, 27 de enero de 2011

Una chiquilla de Onetti

"Me anima la idea de que podrás dejar de leerme cuando quieras, pero que nadie puede impedir que escriba."

martes, 25 de enero de 2011

A propósito de Žižek

Jornada laboral prolongada... amo los lunes. Yeah right. Lo único que amo de los lunes es que es uno de esos pocos días donde soy un espectador consciente de todos los estragos (y la consecuente estupidez) que provocan en mí los encantos de una mujer bella. La llamare Alaska, tengo mis motivos.

Alaska es simple, casi nunca se hace problemas por las cosas que va dejando tras de sí, con esa torpeza propia de sus ancestros. Siempre me mira y me sonríe o me hace alguna cara, una mueca que termina en la punta de su boca o de sus manos que dibujan con un lápiz las horas, los días, las mesas. Me jode ese juego, esa complicidad construida con naipes, los intentos de seducción sin codificar que me va dando por cucharitas. Todo es una farsa. Ella sabe que no puede, que no debe. Yo también lo sé pero los lunes me olvido de todo. También los viernes. En fin, unas veces accedo y otras no. Nadie gana ni pierde pero es una mierda regresar a casa en bus a leer el mismo libro de hace 3 meses. Maldito objeto del deseo. God damn you, Žižek!

lunes, 24 de enero de 2011

Entrada 2

Esta noche se extiende por todos los rincones, nada está a salvo. Lo peor de todo es que tengo una botella de Mezcal al costado y no puedo, no debo beberla. Lo peor de todo es escuchar al tiempo como un pálpito en las ventanas de la habitación, su presencia áspera que se siente al filo de la lengua. Ya agoté todas las fotos, los correos, esas complicidades ridículas con el pasado que siempre, siempre, siempre me joden.

Ando buscando qué carajos hacer y sigo tropezando con cosas que no puedo (no debo) hacer. La eterna botella de Mezcal, cigarrillos, Jack Daniel’s, más cigarrillos. Algo me detiene, quizás el maldito olor a lunes que brota de mi almanaque. O la sensación cada vez más creciente de algo que ya no late dentro de mí. Mundo Loco, diría la Queca. Sí, mejor me refugio en los libros.

Cambio y fuera.

domingo, 23 de enero de 2011

Entrada 1

[Alejandra P. creía que ejercicios como estos la ayudarían, tarde o temprano, a mejorar su estilo. Ella quiso escribir su ‘gran novela’. Nunca lo hizo. Y creo que es mejor así porque como poeta la rompió. Veremos qué pasa con nosotros.]

Domingo en cama, con ganas de todo, pero no aquí.

Muriendo de distancia, poco a poco. El trabajo es bueno, la paga mejor. Dinero, alcohol, ropa y huevadas… no me puedo quejar. Pero sin amigos, todo se va a la mierda. "Lerner" tenía razón, siempre la tuvo.

Afuera, -17 grados Celsius. Adentro, en mi cabeza, una frase golpea y no se cansa: “Muriendo de mejores maneras”. Amén.

lunes, 3 de enero de 2011

Cuatro Oestes

Primeros días de noviembre y ya las penúltimas hojas recorren avenidas enteras que no me atrevo a recordar. Una que otra se balancea frente a mis ojos para ir a dar en la punta de una sonrisa a destiempo, la misma hoja seca que se tropieza con la mujer sentada a la orilla de la calle Maplewood, con todos sus rostros y repasando uno a uno sus cuatro oestes. Nadie supo si fue antes o después pero si algo es cierto es que uno nunca sabe dónde deja olvidadas las bancas de esta ciudad. Ella miraba sus zapatos con un placer descomunal, como si el fondo de cualquiera, de todos sus miedos, viviera bajo sus pies o en el pedazo de acera que la acogía. Supe que era sábado por el olor de los robles y supe también que no era demasiado tarde ni tan temprano como para dejarme extraviar en la enfermedad de saberme uno más en su juego de espejos. Pudo haber sido de otro modo pero a ese ritmo solo acerté a contener el aliento para no perderlo, para no asustarla. Supe que no era cierto por todo lo demás.

Ella cruzó la calzada y fumaba un cigarrillo lentamente, casi sin ganas, quizás para no marearse y perder la cabeza, soltando el humo como quien deja ir un amor, en cantidades regulares como indican los frascos de medicinas, suponiendo una pitada que le inyecte algo de fuego entre el corazón y el recuerdo. Cruzó la calzada, arrastrada en gran medida por las puntitas de sus zapatos, con la fiebre encima del reloj y una gota de sudor (o lidocaína) en la sien. Iba sin mirar nada más que el sendero que proyectaba a fuerza de humo y promesas, tan escasa de sombra, quizás atenta a los pasos que iba dando mientras los contaba y los dibujaba en la parte blanca de sus ojos, manía absurda. Digamos que lo que menos deseaba era perderlos, sus pasos, enumerados con la neurosis de quien alguna vez perdió la conciencia entre vómito y tequilas. No importa el humo en los ojos ni el semáforo en verde, a esta edad uno se juega la vida donde menos lo espera. Y viceversa. Era fácil, cosa de chicos, al parecer su mirada no era la mejor de sus cartas, podría decir que jamás lo fue y por eso no lo supo hacer como se debe; el mirar solo fue necesario siempre que una mentira agotara sus arterias, siempre que sus mañanas escaparan volando hasta el cansancio. No miraba para ver sino para dejarse invadir por el gris de los pájaros en las ramitas; deslumbrados y aturdidos, sus ojos se vaciaron de afuera hacia adentro, hundiéndose en el vórtice del fuego, la niebla, la nicotina. Cruzó la calzada y sus dedos desprendían palabritas de auxilio, grititos que se confundían con el crepitar del tabaco a menos de 4 centímetros de distancia. Unos dedos que sujetaban su muerte como un nudo sin retorno, abrazando sus miserias como gusanos en la oscuridad. Pude ver destellar sus manos en un terrible espasmo de agonía mientras avanzaba llena de nada, a pocos metros de la acera, intentando aferrarse a los últimos trozos de luz que dejaba el otoño. Era inútil descubrirle una mentira porque sus manos solo hablaban de certezas, incluso cuando cedieron en slow motion, liberando la colilla del cigarrillo que fue a dar a un universo menos improbable. Quedó atada sin saberlo al reflejo brillante de su cuerpo latiéndome entre las cejas, detrás del cristal de los anteojos, bajándome como un bálsamo que aún hoy reseca mis labios entreabiertos. Juntos bajo ese cielo, compartiendo los vientos sucios, la calle helada desde cualquier ventana, quedó atada a mis horas más raras, la hice mía en todas las tristezas y deseé una vez más tropezarme con el murmullo de sus ojos sin distancia. Hubiera sido tan sencillo retroceder unos pasos y ser uno más, llamar su atención, ocupar por un instante las moléculas de su miseria que brotaba desesperada, como musgo entre sus párpados y el tiempo. Porque su cuerpo me hablaba del tiempo y de esas ventanas que siempre se nos cierran, los negativos, las cicatrices que sus labios balbuceaban sin dejarle una pausa a los sentidos. De este tiempo de mierda escrito con la lógica del abandono. Algo así como una gota de vino cayendo en una servilleta, en un papel que nos tomó por sorpresa en el tránsito cansino de la calle Maplewood, a pocos minutos de todos los comienzos, del mismo final, en el instante exacto donde temblaste junto a la colilla que iba mojándonos de ceniza, tan cobardes y ausentes como la gota púrpura que nos llena de veneno, difuminados en un fondo gris donde los dedos se deforman en la expansión caótica, sedienta, del Pinot Noir. Y fuimos los indicados, sin prejuicios ni azares, sin otra explicación que la humedad puesta en tus labios por algo sin nombre, espectadores de la pequeña manchita en la servilleta de nuestras veredas, de la gota de vino y su metamorfosis, de toda esa otra mancha que eras tú.

Ella, sí; no fueron las píldoras sino los malditos sábados que debí abandonar hace mucho los que la atan hoy más a mí, acaso también las recompensas que busqué siempre desde la cara oculta de mis ojos y que hoy me atraparon con el mundo mirando desde la cornisa, en la otra esquina. Su cabello retuvo el último brillo de la tarde, con furia, casi con deseo, y a su lado, ascendiendo como el coro de la noche, el humo desprendió los pedazos de su nombre grabados en la colilla, más tarde en el olvido. Todo en ella tuvo un ritmo, una avenida con olor a venganza. Y así lo deseara, no pude adivinarlo. Además que los deseos no son la especialidad del cartero. Nadie nunca le pone atención a estas cosas, lo aprendes cuando dejas de dormir con los ojos cerrados. No importaba tanto porque la única realidad era la suya y tenía algo de fantástico y loco, litografía donde el deseo era un naufragio en el medio de la soledad. Maldita realidad donde ahora soy algo menos que un objeto, a lo mucho una sombra en la oscuridad. El tipo que arruinó la foto y que hoy, una vez más, lamenta no tener un revólver en su bolsillo derecho.

domingo, 2 de enero de 2011

El camino de regreso

Todo se vuelve insostenible a cierta distancia. Quizás no sea polvo ni levedad pero el maldito invierno solo sabe de fórmulas erróneas. Una guerra de nombres que jamás aprendí a jugar, error del maquinista podrían decir. Todo se cubre de imágenes, de nieve o de sustancias menos ciertas, las canciones se suceden y la normalidad tiene el rostro de todas las cosas, excepto de esta noche a medio beber.

Verás, cuando te conocí, me miraste sin verme, huraña, celosa de tu tiempo y de las promesas que sabías te iba a arrebatar. Esos ojos que siempre te envidié, esa manera tan propia de tu especie, la luz de la tarde que se endurecía en tu costado mientras te dabas vuelta y me dejabas con el corazón palpitando en mis zapatos. Si te volví a ver fue solo por tu miedo a quedarte sola, en el fondo ambos sabíamos qué era lo que nos esperaba: tú me dabas tu vida, yo a cambio, mi soledad. Era lo justo y nada podía tener más sentido. Pero nadie te dijo salta y tampoco lo hiciste, te empujaron quizás. Todos nos empujaron a estas esquinas, a la inevitable sorpresa que ahora nos detiene frente al horror de una casa sin rincones. Era Lima y era nuestra, ¿recuerdas? Nunca fuimos tan felices pero las madrugadas nos podían durar más que cualquier otra cosa y eso bastaba. De pronto saltabas a mi lado y en tus ojos brillaba el miedo de saberte perdida por mi culpa. Y aun así todo estaba bien.

Mis manos jamás sirvieron para los regresos, en realidad creo que no estuvieron cuando debieron; insuficientes y humanas, extraviaron tus sonidos en los techos absurdos del vecindario. Has debido olvidar el camino y no te culpo; de no ser así ya hubieras vuelto, en esta noche donde casi todos duermen y nadie ganó a la lotería.