sábado, 31 de mayo de 2008

Como un gato sin dueño

Hoy me gusta la vida mucho menos, pero cada mañana mis ojos se despiertan y sería un completo idiota si te dijera que existe algún motivo para hacerlo. Son acaso las canciones poco saludables que suelo escuchar y cantar, o tal vez las miserables líneas como estas las que me imponen una dirección ajena a todo lugar estable, pero ahora ya todo es distinto, y a pesar de que involuntariamente he despertado esta mañana, he de andar los pasos que se me antojen. La gente se da cuenta que no soy el mismo —gran hallazgo—, y sin embargo recorremos las mismas calles y desafinamos juntos, y no hay túneles que jamás terminen. Al menos no en esos bares. Esta función ya la he vivido, quizá con más presupuesto, pero el argumento va por ahí. Ahora entiendo la dimensión trágica de la dialéctica del eterno retorno y todo el pánico que trajo su planteamiento. Ya ves que la filosofía es digerible hasta para las mentes más frágiles. Es muy cómico vivir en medio del tránsito, del comercio ilícito de penas, del abandono moral auto-inflingido, y presenciar la sucesión de formas y ventanas que se me escapan. Qué raro no tener alguien para explicar cada paradoja de Zenón, lo que quiso decir tal actor; qué patético saber con gran certeza que puedes ser —y serás— reemplazado por cualquier diccionario de bolsillo. Otras razones me indican que la universidad tiene las respuestas, que sus espacios inviolables, infatigables de tanto amar en cada banca en cada jardín, con su calor de cuerpos cercanos, palpitantes y tangentes, albergarán toda la densidad de un animal nostálgico y sus ganas de no hacer. Entonces me propondré una tregua, la llamada secreta entre dos orillas, y así he de verter toda la confusión de mis manos en el molde que hará una réplica casi exacta de lo que tuve, de lo que no se va. Latente, acechando el milímetro de mi desnudez, esta memoria cede a la debilidad de las puertas que se arrojan entre sí para no ver, en una habitación con entradas y sin salidas, en una balacera de lápices que atraviesan el tiempo como cuchillo en la mantequilla. Las formas ondulantes, caprichosas de este archivo sin puntos ni comas me hacen desvariar. Hay mucha niebla, sí, pero camino aún y me hago el loco y esta vez no he de fallar; por esta acera he decidido inventarme las convergencias que me debo, el azaroso invierno de ambos hemisferios, las culpas y los abismos de tierras sin destino. Como el polvo en mis zapatos, como la mueca en cuenta regresiva de mis papeles, de esa manera entraré nuevamente en la zozobra de esta ciudad, mirando con ausencia el inconexo ardor de las luciérnagas que se atrasaron, estirando mis manos para ser rescatado, para ser hallado sin conciencia entre el delirio y la falsedad. Mucha gente me mira, sonrío y me abro paso. Con gesto decadente, tosco y sin pudor, esgrimo una mirada atónita y palpo lo tangible de estos muros a los lados, porque mis piernas respondieron y me siguieron, porque tengo la libertad de elegir un jardín donde acechar, donde tomar un nombre y correr. También hay un reloj, una llamada perdida, un árbol donde colgar casi todo lo que falta, un columpio y un poco de té. Lo demás es deuda, espejismo de otros páramos perdidos; lo necesario para perder el equilibrio está conmigo. Como un gato sin dueño, voy haciendo espacio en mis ojos para acomodar ese otro lado, y acaso lo oscuro se ve invadido, ocupado, expropiado de un vacío tantas veces recorrido, desplazado de raíz por la continuidad de este parque, de este árbol y esta rama, segado al fin por una voluntad ajena a mis probabilidades. Porque mis verdades me las pago yo, con lágrimas de polvo y monedas de cartón.