jueves, 10 de febrero de 2011

Alguna vez escribí acerca del miedo a perder de vista el recuerdo de mamá. Ahora comprendo que ese miedo es inherente a mi condición. Es ese tipo de miedo que primero dispara y después pregunta, el que no sabe de treguas ni promesas cuando te miras al espejo. Este texto nace como exorcismo de todo aquello, es la constancia escrita de que sus intentos, por más odiosos y punzantes que sean, jamás podrán encontrarnos. El laberinto es nuestro, los cajones del ropero, el secreto bancario de papá, esas cosas que disolvemos en el café con leche. Mamá lo sabe, lo supo siempre y no la sacarán de su propia “casa de cuervos”. Sus gatos, sus miles de crochés, su maldita enfermedad. Es una guerra inútil porque de aquí nunca se irá, porque heredé su náusea como heredan los peces la asfixia, gracias Blanquita Varela. Esos recuerdos aún están ahí, puedo verles la cara detrás del biombo, sus manos fuertes sobre mi camisa blanca, repasando las líneas más tercas, la lista del mercado, la lección de Lenguaje.

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Hace unas noches soñé con ella, estaba hecha un ovillo en el centro de todo, mirando con sus últimos ojitos impregnados de perdón; mirándome ser lo que pretendo y lo que jamás consigo. Luego despierto, 5:36 a.m. El canal de televentas tiene ofertas estupendas.

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