lunes, 3 de enero de 2011

Cuatro Oestes

Primeros días de noviembre y ya las penúltimas hojas recorren avenidas enteras que no me atrevo a recordar. Una que otra se balancea frente a mis ojos para ir a dar en la punta de una sonrisa a destiempo, la misma hoja seca que se tropieza con la mujer sentada a la orilla de la calle Maplewood, con todos sus rostros y repasando uno a uno sus cuatro oestes. Nadie supo si fue antes o después pero si algo es cierto es que uno nunca sabe dónde deja olvidadas las bancas de esta ciudad. Ella miraba sus zapatos con un placer descomunal, como si el fondo de cualquiera, de todos sus miedos, viviera bajo sus pies o en el pedazo de acera que la acogía. Supe que era sábado por el olor de los robles y supe también que no era demasiado tarde ni tan temprano como para dejarme extraviar en la enfermedad de saberme uno más en su juego de espejos. Pudo haber sido de otro modo pero a ese ritmo solo acerté a contener el aliento para no perderlo, para no asustarla. Supe que no era cierto por todo lo demás.

Ella cruzó la calzada y fumaba un cigarrillo lentamente, casi sin ganas, quizás para no marearse y perder la cabeza, soltando el humo como quien deja ir un amor, en cantidades regulares como indican los frascos de medicinas, suponiendo una pitada que le inyecte algo de fuego entre el corazón y el recuerdo. Cruzó la calzada, arrastrada en gran medida por las puntitas de sus zapatos, con la fiebre encima del reloj y una gota de sudor (o lidocaína) en la sien. Iba sin mirar nada más que el sendero que proyectaba a fuerza de humo y promesas, tan escasa de sombra, quizás atenta a los pasos que iba dando mientras los contaba y los dibujaba en la parte blanca de sus ojos, manía absurda. Digamos que lo que menos deseaba era perderlos, sus pasos, enumerados con la neurosis de quien alguna vez perdió la conciencia entre vómito y tequilas. No importa el humo en los ojos ni el semáforo en verde, a esta edad uno se juega la vida donde menos lo espera. Y viceversa. Era fácil, cosa de chicos, al parecer su mirada no era la mejor de sus cartas, podría decir que jamás lo fue y por eso no lo supo hacer como se debe; el mirar solo fue necesario siempre que una mentira agotara sus arterias, siempre que sus mañanas escaparan volando hasta el cansancio. No miraba para ver sino para dejarse invadir por el gris de los pájaros en las ramitas; deslumbrados y aturdidos, sus ojos se vaciaron de afuera hacia adentro, hundiéndose en el vórtice del fuego, la niebla, la nicotina. Cruzó la calzada y sus dedos desprendían palabritas de auxilio, grititos que se confundían con el crepitar del tabaco a menos de 4 centímetros de distancia. Unos dedos que sujetaban su muerte como un nudo sin retorno, abrazando sus miserias como gusanos en la oscuridad. Pude ver destellar sus manos en un terrible espasmo de agonía mientras avanzaba llena de nada, a pocos metros de la acera, intentando aferrarse a los últimos trozos de luz que dejaba el otoño. Era inútil descubrirle una mentira porque sus manos solo hablaban de certezas, incluso cuando cedieron en slow motion, liberando la colilla del cigarrillo que fue a dar a un universo menos improbable. Quedó atada sin saberlo al reflejo brillante de su cuerpo latiéndome entre las cejas, detrás del cristal de los anteojos, bajándome como un bálsamo que aún hoy reseca mis labios entreabiertos. Juntos bajo ese cielo, compartiendo los vientos sucios, la calle helada desde cualquier ventana, quedó atada a mis horas más raras, la hice mía en todas las tristezas y deseé una vez más tropezarme con el murmullo de sus ojos sin distancia. Hubiera sido tan sencillo retroceder unos pasos y ser uno más, llamar su atención, ocupar por un instante las moléculas de su miseria que brotaba desesperada, como musgo entre sus párpados y el tiempo. Porque su cuerpo me hablaba del tiempo y de esas ventanas que siempre se nos cierran, los negativos, las cicatrices que sus labios balbuceaban sin dejarle una pausa a los sentidos. De este tiempo de mierda escrito con la lógica del abandono. Algo así como una gota de vino cayendo en una servilleta, en un papel que nos tomó por sorpresa en el tránsito cansino de la calle Maplewood, a pocos minutos de todos los comienzos, del mismo final, en el instante exacto donde temblaste junto a la colilla que iba mojándonos de ceniza, tan cobardes y ausentes como la gota púrpura que nos llena de veneno, difuminados en un fondo gris donde los dedos se deforman en la expansión caótica, sedienta, del Pinot Noir. Y fuimos los indicados, sin prejuicios ni azares, sin otra explicación que la humedad puesta en tus labios por algo sin nombre, espectadores de la pequeña manchita en la servilleta de nuestras veredas, de la gota de vino y su metamorfosis, de toda esa otra mancha que eras tú.

Ella, sí; no fueron las píldoras sino los malditos sábados que debí abandonar hace mucho los que la atan hoy más a mí, acaso también las recompensas que busqué siempre desde la cara oculta de mis ojos y que hoy me atraparon con el mundo mirando desde la cornisa, en la otra esquina. Su cabello retuvo el último brillo de la tarde, con furia, casi con deseo, y a su lado, ascendiendo como el coro de la noche, el humo desprendió los pedazos de su nombre grabados en la colilla, más tarde en el olvido. Todo en ella tuvo un ritmo, una avenida con olor a venganza. Y así lo deseara, no pude adivinarlo. Además que los deseos no son la especialidad del cartero. Nadie nunca le pone atención a estas cosas, lo aprendes cuando dejas de dormir con los ojos cerrados. No importaba tanto porque la única realidad era la suya y tenía algo de fantástico y loco, litografía donde el deseo era un naufragio en el medio de la soledad. Maldita realidad donde ahora soy algo menos que un objeto, a lo mucho una sombra en la oscuridad. El tipo que arruinó la foto y que hoy, una vez más, lamenta no tener un revólver en su bolsillo derecho.

1 comentario:

Anónimo dijo...

independientemente de todo, padam, me agrada lo que cuelgas en la red. lástima que solo sea una ruta de ida...