viernes, 28 de enero de 2011

En el cruce de la Farmington Ave y la North Quaker Lane había un bus stop…


Esperaba el bus y fumaba un cigarrillo mientras el frío ocupaba con rapidez el lugar donde antes estaba mi piel. Suele ocurrirme. En realidad, ya no opongo ningún tipo de resistencia. Solía patear la nieve, saltar, cantar y gritar como un latino en West Hartford, maldecir mi puta suerte, renegar de mi pacto con el destiempo. Pero hoy fue distinto, solo fumé y al frío, pues, lo dejé hacer lo suyo. Será que me cansé de esperar a que el azar me lance un jackpot y al carajo con la mala racha.

Y es que a veces aún creo ―manía terriblemente idiota― que merezco algo más, que el fracaso no lo es todo en esa esquina donde siempre espero el autobús. Otra vez ese verbo. Mejor lo escribo porque si lo digo no me lo compro. Inmediatamente se descompone y pierde sentido, como esas palabras que a veces me repito dieciocho, veintitrés, 44 veces hasta hacerlas retroceder a la nada. Yo espero, tú esperas, nosotros esperamos… ¿de veras?

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Sigo esperando, sentado frente a esta tecla, en esta última sílaba, espero un sonido raro al borde de la laptop, una ventana de auxilio, algún emoticón estúpido que pueda anexar a mis máscaras. Espero la llamada de mis patas, el correo de mañana, la sonrisa de Alaska. Espero que se agoten los días y que la nieve se escurra de mi chaqueta, que mi gata no se aburra, que la universidad me espere con todas sus mentiras y su olor a bolsa de papel. Espero, en fin, seguir con esto hasta que aparezca el bus, ese autobús de mierda, y me lleve a algún lugar donde el verbo esperar esté baneado.

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